lunes, 22 de febrero de 2010

Fumo sobre mi cultura I

Anoche encontré un viejo entre mis piernas. El viejo quería sexo anal y yo le decía que no, que el mundo va hacia afuera siempre y que adentro no había sino escoria, que lo que importa es la piel. El viejo no escuchó y me penetró algo más de seis veces mostrándome, mientras tanto, su boca sin dientes.

La cama chilló algo más de seis veces y yo procuré callarme las mismas. Cuando me cansaba de ver los huecos entre los dientes, me imaginaba que yo era agua y tierra sequísima, me imaginaba los grandes cuadros, como ojos, que pintaba el loco frente al conservatorio: La libertad con pintadedos. El viejo, podía decirse, estaba cantando. Algo así me imaginaba. Afuera el aire estaba fresquísimo. Las pantaletas, bien hechas para quitar con facilidad, estaban guindadas en un cordel y parecían saludar a las cosas del domingo, declamando Nerudeces: "Siempre, siempre te alejas en las tardes hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas."

El viejo llevaba en una mano una manzana que era casi nieve; en la otra tenía una planchita de juguete oxidada por la saliva. El viejo detuvo la pelvis y yo me aseguré de tocarlo poco, su boca había quedado momentaneamente deformada en la alegría del rictus. Yo me repetía en las hojas de los árboles que habían quedado afuera, tan abajo, entre los graznidos cuasi sordos del oeste. Besé al viejo y cogí su cartera. -La virulencia de aquel beso me dejó queriendo ir a sacarme unas radiografías-, le dije, no fuera que algo extraño hubiera quedado dentro de mi. Él se dejó hacer, ni protestar pudo cuando le di las gracias. El viejo se había quedado flotando sobre la cama que había sido mía hace tantos años.

Al salir me esperaban las manos de siempre, tonteando con sus cigarros mentolados. El techo de la caseta de vigilancia estaba incendiándose: nuestro querido cielo en llamas. Esperábamos poder ir a un concierto, comer un dulce, tomar un refresco: lo de siempre. Esperábamos sentirnos menos acaloradas. Yo no veía la hora de comprar la morfina e inyectarla dulcemente en mis nalgas.

- ¿Qué tal el viejo? Y el zumbido grave en los oídos.
- Sólo un sueño.

Todo era sepia.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Canción cotidiana

El ruido de la nevera
hace que me sangre la nariz.
Me hago la vida poeta.

Ya no sé si es decoración marina lo que hago
cada noche al mostrar
el ombligo a las masas.
Antes las cosas eran seguras:
decir mar era poder volar muy cerca de la tierra.

Tengo grandes amagos de ojos,
aliento frío en las mañanas,
polvillo de plata en la punta de los dedos.

Los flacos intentos de corazón
han dejado callar aun al horror.

Y en el amargo transcurrir
del opio bajo el lavamanos
quiero remedar la vida
con un lápiz entre las piernas.