miércoles, 17 de diciembre de 2008

Una descompañía verde

Si hubiera habido frijoles la cosa habría estado mucho más patética. No había demasiado que acotar a esa noche, estaba oscuro pero en la plaza parecía que el miasma no había terminado de superar la copa de los árboles. La tarde se detenía por puntos en la habitación siempre en penumbras: bondades femeninas. Ya no teníamos ganas de morir, la vieja de al lado canturreaba sus versitos amarillos. Lo demás se restaba en el silencio. Despertar era una maldición allí. Domingueábamos, teníamos el consuelo de la sábana moteada de sangre. La piel de él olía al Mar, era inevitable, la piel de él olía al mar, la piel de él olía al mar... Lo salado del mar eran las cuatro de la tarde. Él era las cuatro de la tarde y era el mar, él era cuatro estupideces escritas en la arena, dos plegarias, una sed, la esperanza... Todo estaba perfectamente cosido entre las dos pieles. La frase que se gastaba ese día era, sin embargo, que no había, en el hombre, nada más profundo que la piel. Luego de la piel no había más que buscar. Habría que pedir prestados un par de ojillos azules para ver aquella escena: el calor huyendo de la cama espantado, la arena hallando poco a poco su lugar entre los pliegues de los genitales sin tocar, las latas tristonas, la televisión sin prender, la lluvia menuda anunciando victoria nocturna y la duda llena de costras haciendo muecas en el techo. Dormir como muy solo se había vuelto una especie de concesión para entonces, eso lo sabía. Olvidar a partir de un espejo era la virtud más grande, cosa inexplicable. Fue maravilloso arroparse así bajo la inconsciencia del mar sucio de noche. La piel de él olía al mar. El deleite, el destino del mundo tenía que ser algo parecido a acurrucarse con él mientras se ignoraba el pero-pero del techo. La piel de él olía a mar cuando apartó en sueños a quién sabe qué imaginarias moscas. Él era la sed. Levantarse a por té era un absurdo con su boca tan cerca, sin embargo, finalmente éramos así como absurdos. La noche estaba cubierta de lluvia. El té sabía innegablemente a ventana e incitaba al baño ancestral de los apolíneos. La consciencia del cuerpo se hacía cada vez más acuciosa, aun sin espejos. Yo bebía y bebía procurando no escucharla. Él tendría sed también, no había que bebérselo todo. Había que volver, eso sí, al terror casi conocido de su cercanía y posar una mano en el pecho, allí donde estaba la entrada al infierno, tan reiterativa y de tierra como siempre, aunque vapuleada por la sal. La piel de él olía al mar. Es curioso el entonces, porque todo ocurrió muy rápido: sus ojos se abrieron como asustados y se incorporó cubriéndose la cara, como si tanta noche fuera insoportable. Como un milagro voltea y reclama su sed. El té no tarda en llegar: bondades femeninas, otra vez. En aquel momento teníamos que haber estado comiendo frijoles, pero no cualesquiera, frijoles de esos que provocan tahílas y retahílas de pedos. No hubo, pero habría sido, ciertamente, una majestuosa coda final. Tendría que haber dejado madurar la idea de que dos soledades no hacen necesariamente una compañía y haber obviado la carcajada que se estaba dibujando como un sol negrísimo en el techo. - No eres lo que esperaba. No eres Ella. Por favor, no me guardes resentimientos. La piel de él olía al mar. Me arrojo al mar. El mar y su inconsciencia, cierra los ojos, respira la sal queriendo hacerlo, esboza una querencia de último abrazo y comienza a agradecer que al menos sea incapaz de distinguir sus dientes amarillos que tanto verso habían enseñado, su culo sin pedos pero mórbido por tanta celulitis, tan semejante a la Luna y sus mentiras. Me acosté a su lado sintiendo la descompañía venírseme encima como monstruo, puse la sábana sobre los dos intentando no saber que él lloraba. - No te preocupes que sentimientos no hubo nunca. Media sonrisa después, el destino finalmente nos alcanzó durmiendo en la misma cama.

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