martes, 14 de abril de 2009

Agua sucia (o fábula del zorrillo y la hormiga)

Había una vez un zorrillo que quería ser hormiga y ese zorrillo era mi hermano (porque al final yo tenía sangre). Sabíamos que zorrillos y hormigas estaban naturalmente diferenciados: el opio, los tatuajes, las patas y el olor. Sin embargo, esta vez, cuando la hubo, el deseo de la carne pudo más que la nausea y, como siempre, se repitió: habla una tez, de un amarillo que quería (a gritos) ser fornicado; ese amarillo estaba en mi mano.
El agua estuvo siempre compuesta por imágenes extraordinariamente crecidas y maduradas bajo la lluvia. La lluvia era importante para poder llegar a ser algo, sobre todo si se trataba de una hormiga o de aquel que fornica.
- Nací anoche - dijo el zorrillo - y tuve la oportunidad de hacer unas cuantas gárgaras sobre el cemento.
(La lluvia caía sobre los encimas) yo no sé, lo mío era la sangre y pensaba que las nubes se orinaban en la dirección incorrecta, muy propia de las cosas humanas: hacia abajo.
El zorrillo hablaba con extraordinaria fluidez, hablaba con las manos y repetía los recuerdos nocturnos - ¡Mira que nací anoche! - pero, a medida que se acababa el tiempo, yo, que era pura sangre, notaba que el zorrillo se acercaba a mi mano, como buscando la vida pobre que tanto me había costado derramar. Gritar era negar la repetición, era aburrirse con dignidad. Las cosas entonces comenzaron a circunstanciarse: mucho se habló de la selva de cemento, pero allí no hubo nunca un animal.
Había tiempo, una mano; quiero decir, mi hermano. Había un olor que se narraba en unos cuantos cantos. Ya el zorrillo no decía palabra, sólo me miraba con ojos negros como si fueran ojos azules. Así se llamaba el poema: tus ojos.
Yo quería masticar madera o detenerme en ella, el zorrillo quería ser hormiga ¿Eramos tan distintos? Finalmente ambos éramos lluvia, al menos yo lo era un poco, pues yo era sangre y árbol, casi latido.
- Morí hoy - dijo el zorrillo y pecó. No tenía cuerpo pero tenía ganas. El ser era nauseabundo, llovía, el fuego lo habían prohibido por tener olor deliberado a ventana, a zorrillo, a fornicación, a hermano.
El amarillo se mordió la cola y el zorrillo volvió a ser un silencio: todos respetábamos los márgenes de las hojas pero la vida estaba abierta para siempre. Llovía opio y no bebíamos, aun sin cuerpo; hacíamos gárgaras, también parecían llover manos.
- ¡Yo quiero ser una hormiga! - dijo el zorrillo como acordándose de pronto; luego vomitó madera sobre mí. Estiré mi conciencia todo lo que pude hacia él, intentando no ahogarme con el olor. Las patas de las hormigas, que roían el tiempo, construían la distancia manual y se volvían una y otra vez sobre sus pesos.
- Yo, esta vez, quiero ser hormiga - susurró el tiempo, olor de hormiga. En mi hermano, rítmica elemental: mi hermano y mis manos, las suyas, las hormigas recorriendo las espirales de las yemas. La poesía era distinta, con olor a madera, sólo sangre.
Yo sólo recuerdo, algunas veces, que las hormigas comimos zorrillo durante meses y todo ese tiempo olíamos más o menos mal.

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