
Llegará el punto en el que pongamos los días sobre las enes.
Dice: "¿Y por qué te llaman Quiero.Quiero?" Y ella responde: "Era lo único que sabía decir cuando llegué aquí". Porque eres puta te amo, porque eres incapaz de contarnos lo que te pasa cuando estás sola, frágil, chirriquitita con tu pared. Cómo lloras porque esa pared no pueda abrazarte. Qué aburrido, qué voltereta temporal; si hasta parece que eres la misma de hace unos años, cuando te lamentabas en Cortázar de tu mala estrella, la que te había confiado a la conciencia pobre, a la soledad demasiado colmada por el patetismo. Pero no es así. Hoy puedes contarnos lo que ocurrió. Pequeño relato: Era catorce de febrero, fecha temida. Era catorce de febrero y una semana antes habían pasado las listas estupendas para anotar si querías enviar rosas rojas o rosas negras a la persona querida. Había muchas equis en esa hoja, yo puse dos: una para Irene, la otra para Jenny. Había también otras chicas que no quisieron perder el tino del dinero fácil que casi podías exprimir de los obsequios bien melosos. Sí. Vendían brownies y yo compré tres: uno para Gabriel, otro para Irene, otro para las mismas chicas que los vendían, después de todo, siempre hubo el dinero que nadie se gastó en un cine o en un helado. Qué importaba. Era de nuevo catorce de febrero. Yo tenía dos o tres amigos. Dos o tres. Yo sabía quiénes eran. Yo quería un regalo, no era nada costoso una flor. No. Nunca había tenido una flor como no fuera que la comprara yo y para darle colorcito, carnita, mintiera diciendo que me la habían regalado. Las muchachas de las rosas, vestidas con alitas, habían pedido permiso en clase por ser aquel día en particular y andaban revoloteando. Recuerdo bien que mi salón se llenó de flores. Hubo una muchacha que compró rosas para cada uno de mis compañeros, exceptuándonos diestramente a Irene y a mí. Irene recibió mis regalos, recibió otros también. Jenny igual. Rosas, rosas y rosas. Y yo allí, con toda mi sed de esos últimos días, queriendo que con cada atisbo de alita viniera un: ¿Susana? Mira, ésta es para ti. Pero no llegaba y yo dejé de esperar, tristemente, me hice a la idea de que no habría, tampoco este año, ni un coquito, ni un caramelín. Y entonces llegó: era preciosa, casi estaba marchita. La chica llegó cuando estaba sola rumiando mi soledad absurda en el salón vacío por recreos varios. Y la Rosa, rosa roja, besadita, trocadita en su idea de felicidad mortal tenía una tarjeta en la que ponía: "Para Susana. De Alejandro. Te quiero!!" Y yo pensaba que sería Alejandro, ese, el que había querido ser amigo, el que había asqueado tanto cuando quiso ser mi dichosísimo novio. Y me contenté. Atornillé la sonrisa porque todo iba bien. Recuerdo que coloqué a la pequeña alegría en una botellita con agua, para que muriera más lento y salí a lo que restaba del recreo. Oh, si es que el Sol hasta brillaba. Vi a Gabriel atontado con su brownie, sin saber bien de dónde había salido. Me vi a mí misma. Qué cosa más curiosa. Casi un mes de asco y tristeza fluidos en tres pétalos tristes. Y volvimos a clase. Y estábamos felices de nuevo. Y llegó el mismo angelito que me había traído mi Rosa con cara de muerto. Digo, llegó el angelito y me dice: "Susy, no sé cómo decirte esto pero esa Rosa no es tuya, es de otra Susana. Necesito que me la devuelvas." ¡Nop! Aun no sé cómo contarlo bien. Aún no sé cómo decir sin morirme un poco cómo saqué la rosa de la botella y pedí disculpas por haberle quitado unos pétalos. No sé decir qué cara habré lucido entonces de tan terrible talante, de tristeza tan cansada, que Jenny se me acercó y me dió una de sus cinco rosas, quizá la que yo había escogido para ella. No sé todavía cómo decirlo porque no, no tuve nunca la maldita rosa. Cultura de carencias: no puedo hablar de aquello que no he tenido, así pues participo de la idea del silencio generacional que nos oprime el pecho. Sólo sé decir que tengo una carencia y sí, para evitar confusiones de aquella índole, mejor llámenme Quiero.Quiero, me define mejor. O Mel. Sí. O Angst, Panique, Lamia, Anna, Eva, Delilah... Como sea. Igual nunca será mío un nombre y mi misticismo tonto de querer ser una Cosa digna de tres veces atención pasará desapercibido y todos cómodos, aunque tristes. Insisto, nos importa porque existe, pero si no se puede nombrar, si la pared es lo único que abraza y lo único que se entera cuando lloras, si al final habrá otro nombre tachando el tuyo... ¿Por qué? Ah, por Ella, dulce carencia: Quiero Blanca de Esperanza, dulce María. Loto literario.
Todos admiten, no obstante, que hay cosas bellas y feas con respecto a los diversos hechos que llamamos cuerpo, o cuerpo psíquico, cuando dicen que va por dentro. Dice Daniel Guevara que ambas categorías vienen siendo, esencialmente, motivos. Algo que nos conmueve agradablemente en el caso de lo bello, y desagradablemente cuando es lo feo lo que muestra la cara. Ojo, nos con-mueve. Nunca estaremos solos en esto de acercarnos a los juicios de valor.
Ahora bien, creemos en un bonito dilema, por demás muy actual: ser incapaz de distinguir lo desagradable de lo agradable. Se insinúa la reflexión a partir del hecho de que todos consideren algo como bello y que a ti ni pum, ni pam. Ni bello ni feo. Y que luego te enamores de los brazos de una mujer e imagines tu vida medida por su contemplación, en tanto el resto del mundo ve quién sabe qué próxima dentera en un cuello rugoso, en manos que callan (¿se dice así a tener callos de mucho trabajar?). La ambigüedad del asunto es terrible. De alguna forma, es maravilloso desligarse del juicio cansado de la razón y entregarse a la conmoción sola y decir que ni cuerpo ni cuerpo son absolutamente bellos ni absolutamente feos, depende de quién lo vea y se acabó, adiós importancia.
Pero las hechuras de cuerpo humanas son bien particulares. Parece que no admitieran que una piel, que unos brazos y un cuello quedaran solamente en cáscara muerta, al menos en lo conceptual. Todos los que han caminado y han rozado sin pensarlo la pared con sus manos pueden tener la certeza terrible de que su cuerpo se acercó con todas sus facultades a hacer conciencia de si mismo mediante el roce. Cosa extraña, parece que somos bien duales y que, además, estamos a destiempo con nosotros mismos.
"Viéndolo bien el sapo es todo corazón." Qué viéndolo bien ni que lector muerto, es cuestión, oh sorpresa, de no temer usar los ojos. El sapo late completo porque su cuerpo es, precisamente, él. Arreola le comenta acerca de su naturaleza fea como acusándolo: lamentable crisálida, ninguna metamorfósis, cualidad de espejo. Y entonces también nosotros, en tanto reflejados, somos puro corazón, aunque no estemos siempre conscientes de ello, que no lo veamos. El cuerpo se mueve según una rítmica concreta que acelera o desacelera según el carácter, siempre temporal, que nos domine. Que no escuchemos cómo el propio cuerpo se corresponde con el confuso nudete de racionalidad es otro asunto del que habrá que ocuparse luego, más abajo en la espiral. Por ahora la tareasubir el volumen de la música hasta que distorsione la melodía popularosa y queden los bajos, la clave segunda, lo visceral en los tonos graves y que por lo general pasan desapercibidos. Bum- bum. Somos latido. Hacemos latido. Lo que encontramos allí abajo en lo ventral es pánico, es conmovedor pero es otra de esas dulces dudas: feo o bonito. En realidad sólo sorprende, sólo asusta. Y, hablando desde lo más honesto, es lo inesperado lo que nos rescata todo el tiempo de nosotros mismos y nuestras tonterías semióticas.
¡Bu! Llegó la realidad en un baño, sapo hediondo que nace de nosotros y que somos nosotros en el reflejo, en nuestra derivación abstracta de nosotros mismos. Dependiendo de con qué ojos nos estemos viendo en ese momento nos pareceremos bonitos o feos. Ojitos de amor u ojitos de odio, como quién dice, pero siempre más de un ojo, por favor. Porque no tiene chiste hacerse a la idea del cuerpo si no hay quien se acerque a él buscándose a sí mismo. Es a partir de la otredad que se nos dice que, aunque lo intentemos, no nos transformamos en cosa distinta de lo que somos y que aprender a nombrar lo feo o lo bello no depende de lo que somos sino de cuán dispuestos estemos a someternos a juicio nosotros mismos, con nuestras verguenzas y orgullos, fenomenales por entero. ¿Y luego? A re-crear desde lo espantoso. Mi amigo se parará de la po(c)eta y me dirá con orgullo que ha hecho un buen y genuino cuerpo. La vida comenzará a sonar en pedissimo...
Dd.
Dd.