Llegará el punto en el que pongamos los días sobre las enes.
Si hubiera habido frijoles la cosa habría estado mucho más patética. No había demasiado que acotar a esa noche, estaba oscuro pero en la plaza parecía que el miasma no había terminado de superar la copa de los árboles. La tarde se detenía por puntos en la habitación siempre en penumbras: bondades femeninas. Ya no teníamos ganas de morir, la vieja de al lado canturreaba sus versitos amarillos. Lo demás se restaba en el silencio. Despertar era una maldición allí.
Domingueábamos, teníamos el consuelo de la sábana moteada de sangre. La piel de él olía al Mar, era inevitable, la piel de él olía al mar, la piel de él olía al mar... Lo salado del mar eran las cuatro de la tarde. Él era las cuatro de la tarde y era el mar, él era cuatro estupideces escritas en la arena, dos plegarias, una sed, la esperanza... Todo estaba perfectamente cosido entre las dos pieles.
La frase que se gastaba ese día era, sin embargo, que no había, en el hombre, nada más profundo que la piel. Luego de la piel no había más que buscar. Habría que pedir prestados un par de ojillos azules para ver aquella escena: el calor huyendo de la cama espantado, la arena hallando poco a poco su lugar entre los pliegues de los genitales sin tocar, las latas tristonas, la televisión sin prender, la lluvia menuda anunciando victoria nocturna y la duda llena de costras haciendo muecas en el techo.
Dormir como muy solo se había vuelto una especie de concesión para entonces, eso lo sabía. Olvidar a partir de un espejo era la virtud más grande, cosa inexplicable. Fue maravilloso arroparse así bajo la inconsciencia del mar sucio de noche. La piel de él olía al mar. El deleite, el destino del mundo tenía que ser algo parecido a acurrucarse con él mientras se ignoraba el pero-pero del techo. La piel de él olía a mar cuando apartó en sueños a quién sabe qué imaginarias moscas. Él era la sed. Levantarse a por té era un absurdo con su boca tan cerca, sin embargo, finalmente éramos así como absurdos.
La noche estaba cubierta de lluvia. El té sabía innegablemente a ventana e incitaba al baño ancestral de los apolíneos. La consciencia del cuerpo se hacía cada vez más acuciosa, aun sin espejos. Yo bebía y bebía procurando no escucharla. Él tendría sed también, no había que bebérselo todo. Había que volver, eso sí, al terror casi conocido de su cercanía y posar una mano en el pecho, allí donde estaba la entrada al infierno, tan reiterativa y de tierra como siempre, aunque vapuleada por la sal. La piel de él olía al mar.
Es curioso el entonces, porque todo ocurrió muy rápido: sus ojos se abrieron como asustados y se incorporó cubriéndose la cara, como si tanta noche fuera insoportable. Como un milagro voltea y reclama su sed. El té no tarda en llegar: bondades femeninas, otra vez. En aquel momento teníamos que haber estado comiendo frijoles, pero no cualesquiera, frijoles de esos que provocan tahílas y retahílas de pedos. No hubo, pero habría sido, ciertamente, una majestuosa coda final. Tendría que haber dejado madurar la idea de que dos soledades no hacen necesariamente una compañía y haber obviado la carcajada que se estaba dibujando como un sol negrísimo en el techo.
- No eres lo que esperaba. No eres Ella. Por favor, no me guardes resentimientos.
La piel de él olía al mar. Me arrojo al mar. El mar y su inconsciencia, cierra los ojos, respira la sal queriendo hacerlo, esboza una querencia de último abrazo y comienza a agradecer que al menos sea incapaz de distinguir sus dientes amarillos que tanto verso habían enseñado, su culo sin pedos pero mórbido por tanta celulitis, tan semejante a la Luna y sus mentiras. Me acosté a su lado sintiendo la descompañía venírseme encima como monstruo, puse la sábana sobre los dos intentando no saber que él lloraba.
- No te preocupes que sentimientos no hubo nunca.
Media sonrisa después, el destino finalmente nos alcanzó durmiendo en la misma cama.
Me aburro (burro)
mantequilla que vuela, triangula:
mariposa que se cae de la boca
y se reitera a morir
en el vientre de una cosa, casi loro
o casi palabra.
Se distrajo y olvidó
de tanto ma(r/l)
Qué noche más democrática
hay autobuses como árboles;
las moscas son una hipérbole
que se gasta sobre nuestras cabezas.
Hoy confundí un edificio con unas nubes. Llevo meses haciéndolo.
A tres pasos sencillos.
La gente comenzó a vivir en las nubes. Cuando se dieron cuenta, ya las visceras adornaban los adoquines y los niños se llamaban todos Billy. Así teniendo nombres se llenaban la boca de piedras sueltas.
Billys corrían por las calles
y se preuntaban el por qué de tanta nube.
Los árboles son ies:
siempre dejan algo por decir.
Es cierto, hay muchos árboles últimamente.
Había una vez un abrazo
y todos morían de calor en aquel país.
Al final de la calle venden gente
a unos cuantos libros que pasan ebrios.
Dice: "¿Y por qué te llaman Quiero.Quiero?" Y ella responde: "Era lo único que sabía decir cuando llegué aquí". Porque eres puta te amo, porque eres incapaz de contarnos lo que te pasa cuando estás sola, frágil, chirriquitita con tu pared. Cómo lloras porque esa pared no pueda abrazarte. Qué aburrido, qué voltereta temporal; si hasta parece que eres la misma de hace unos años, cuando te lamentabas en Cortázar de tu mala estrella, la que te había confiado a la conciencia pobre, a la soledad demasiado colmada por el patetismo. Pero no es así. Hoy puedes contarnos lo que ocurrió. Pequeño relato: Era catorce de febrero, fecha temida. Era catorce de febrero y una semana antes habían pasado las listas estupendas para anotar si querías enviar rosas rojas o rosas negras a la persona querida. Había muchas equis en esa hoja, yo puse dos: una para Irene, la otra para Jenny. Había también otras chicas que no quisieron perder el tino del dinero fácil que casi podías exprimir de los obsequios bien melosos. Sí. Vendían brownies y yo compré tres: uno para Gabriel, otro para Irene, otro para las mismas chicas que los vendían, después de todo, siempre hubo el dinero que nadie se gastó en un cine o en un helado. Qué importaba. Era de nuevo catorce de febrero. Yo tenía dos o tres amigos. Dos o tres. Yo sabía quiénes eran. Yo quería un regalo, no era nada costoso una flor. No. Nunca había tenido una flor como no fuera que la comprara yo y para darle colorcito, carnita, mintiera diciendo que me la habían regalado. Las muchachas de las rosas, vestidas con alitas, habían pedido permiso en clase por ser aquel día en particular y andaban revoloteando. Recuerdo bien que mi salón se llenó de flores. Hubo una muchacha que compró rosas para cada uno de mis compañeros, exceptuándonos diestramente a Irene y a mí. Irene recibió mis regalos, recibió otros también. Jenny igual. Rosas, rosas y rosas. Y yo allí, con toda mi sed de esos últimos días, queriendo que con cada atisbo de alita viniera un: ¿Susana? Mira, ésta es para ti. Pero no llegaba y yo dejé de esperar, tristemente, me hice a la idea de que no habría, tampoco este año, ni un coquito, ni un caramelín. Y entonces llegó: era preciosa, casi estaba marchita. La chica llegó cuando estaba sola rumiando mi soledad absurda en el salón vacío por recreos varios. Y la Rosa, rosa roja, besadita, trocadita en su idea de felicidad mortal tenía una tarjeta en la que ponía: "Para Susana. De Alejandro. Te quiero!!" Y yo pensaba que sería Alejandro, ese, el que había querido ser amigo, el que había asqueado tanto cuando quiso ser mi dichosísimo novio. Y me contenté. Atornillé la sonrisa porque todo iba bien. Recuerdo que coloqué a la pequeña alegría en una botellita con agua, para que muriera más lento y salí a lo que restaba del recreo. Oh, si es que el Sol hasta brillaba. Vi a Gabriel atontado con su brownie, sin saber bien de dónde había salido. Me vi a mí misma. Qué cosa más curiosa. Casi un mes de asco y tristeza fluidos en tres pétalos tristes. Y volvimos a clase. Y estábamos felices de nuevo. Y llegó el mismo angelito que me había traído mi Rosa con cara de muerto. Digo, llegó el angelito y me dice: "Susy, no sé cómo decirte esto pero esa Rosa no es tuya, es de otra Susana. Necesito que me la devuelvas." ¡Nop! Aun no sé cómo contarlo bien. Aún no sé cómo decir sin morirme un poco cómo saqué la rosa de la botella y pedí disculpas por haberle quitado unos pétalos. No sé decir qué cara habré lucido entonces de tan terrible talante, de tristeza tan cansada, que Jenny se me acercó y me dió una de sus cinco rosas, quizá la que yo había escogido para ella. No sé todavía cómo decirlo porque no, no tuve nunca la maldita rosa. Cultura de carencias: no puedo hablar de aquello que no he tenido, así pues participo de la idea del silencio generacional que nos oprime el pecho. Sólo sé decir que tengo una carencia y sí, para evitar confusiones de aquella índole, mejor llámenme Quiero.Quiero, me define mejor. O Mel. Sí. O Angst, Panique, Lamia, Anna, Eva, Delilah... Como sea. Igual nunca será mío un nombre y mi misticismo tonto de querer ser una Cosa digna de tres veces atención pasará desapercibido y todos cómodos, aunque tristes. Insisto, nos importa porque existe, pero si no se puede nombrar, si la pared es lo único que abraza y lo único que se entera cuando lloras, si al final habrá otro nombre tachando el tuyo... ¿Por qué? Ah, por Ella, dulce carencia: Quiero Blanca de Esperanza, dulce María. Loto literario.
Tengo un compañero que cuando quiere hacer pupú dice que tiene que hacer del cuerpo. Tengo otros que hablan de hechuras de cuerpo; otros ta(o)ntos que sugieren que, como que somos humanos, el cuerpo no nos define ni marca lo que somos y, por lo tanto, hacer cuerpo es un atentado absurdo a la conformación de todos nosotros: la belleza va por dentro, dicen. Todos admiten, no obstante, que hay cosas bellas y feas con respecto a los diversos hechos que llamamos cuerpo, o cuerpo psíquico, cuando dicen que va por dentro. Dice Daniel Guevara que ambas categorías vienen siendo, esencialmente, motivos. Algo que nos conmueve agradablemente en el caso de lo bello, y desagradablemente cuando es lo feo lo que muestra la cara. Ojo, nos con-mueve. Nunca estaremos solos en esto de acercarnos a los juicios de valor.
Ahora bien, creemos en un bonito dilema, por demás muy actual: ser incapaz de distinguir lo desagradable de lo agradable. Se insinúa la reflexión a partir del hecho de que todos consideren algo como bello y que a ti ni pum, ni pam. Ni bello ni feo. Y que luego te enamores de los brazos de una mujer e imagines tu vida medida por su contemplación, en tanto el resto del mundo ve quién sabe qué próxima dentera en un cuello rugoso, en manos que callan (¿se dice así a tener callos de mucho trabajar?). La ambigüedad del asunto es terrible. De alguna forma, es maravilloso desligarse del juicio cansado de la razón y entregarse a la conmoción sola y decir que ni cuerpo ni cuerpo son absolutamente bellos ni absolutamente feos, depende de quién lo vea y se acabó, adiós importancia.
Pero las hechuras de cuerpo humanas son bien particulares. Parece que no admitieran que una piel, que unos brazos y un cuello quedaran solamente en cáscara muerta, al menos en lo conceptual. Todos los que han caminado y han rozado sin pensarlo la pared con sus manos pueden tener la certeza terrible de que su cuerpo se acercó con todas sus facultades a hacer conciencia de si mismo mediante el roce. Cosa extraña, parece que somos bien duales y que, además, estamos a destiempo con nosotros mismos.
"Viéndolo bien el sapo es todo corazón." Qué viéndolo bien ni que lector muerto, es cuestión, oh sorpresa, de no temer usar los ojos. El sapo late completo porque su cuerpo es, precisamente, él. Arreola le comenta acerca de su naturaleza fea como acusándolo: lamentable crisálida, ninguna metamorfósis, cualidad de espejo. Y entonces también nosotros, en tanto reflejados, somos puro corazón, aunque no estemos siempre conscientes de ello, que no lo veamos. El cuerpo se mueve según una rítmica concreta que acelera o desacelera según el carácter, siempre temporal, que nos domine. Que no escuchemos cómo el propio cuerpo se corresponde con el confuso nudete de racionalidad es otro asunto del que habrá que ocuparse luego, más abajo en la espiral. Por ahora la tareasubir el volumen de la música hasta que distorsione la melodía popularosa y queden los bajos, la clave segunda, lo visceral en los tonos graves y que por lo general pasan desapercibidos. Bum- bum. Somos latido. Hacemos latido. Lo que encontramos allí abajo en lo ventral es pánico, es conmovedor pero es otra de esas dulces dudas: feo o bonito. En realidad sólo sorprende, sólo asusta. Y, hablando desde lo más honesto, es lo inesperado lo que nos rescata todo el tiempo de nosotros mismos y nuestras tonterías semióticas.
¡Bu! Llegó la realidad en un baño, sapo hediondo que nace de nosotros y que somos nosotros en el reflejo, en nuestra derivación abstracta de nosotros mismos. Dependiendo de con qué ojos nos estemos viendo en ese momento nos pareceremos bonitos o feos. Ojitos de amor u ojitos de odio, como quién dice, pero siempre más de un ojo, por favor. Porque no tiene chiste hacerse a la idea del cuerpo si no hay quien se acerque a él buscándose a sí mismo. Es a partir de la otredad que se nos dice que, aunque lo intentemos, no nos transformamos en cosa distinta de lo que somos y que aprender a nombrar lo feo o lo bello no depende de lo que somos sino de cuán dispuestos estemos a someternos a juicio nosotros mismos, con nuestras verguenzas y orgullos, fenomenales por entero. ¿Y luego? A re-crear desde lo espantoso. Mi amigo se parará de la po(c)eta y me dirá con orgullo que ha hecho un buen y genuino cuerpo. La vida comenzará a sonar en pedissimo...
Dd.
Como que lo que se gesta se viene y no se viene, y lo que se mueve se mueve en el frío, voy colocando los poemas del poemario poético y recuerdo que debo estudiar teoría literaria porque, en lugar de asistir a clase con el mago de Castillo Zapata, he ido a escuchar a López-Pedraza hablar acerca de lo psíquico en un toro, a maravillarme de la proximidad entre Goya, Picasso y Benavidez y a recordar que la cultura se ha hecho cosa de viejos (¿anhelos?). Sí-sí. Todos podríamos llamarnos Quiero.Quiero y dejarnos de exactitudes aterradoras, pero no lo haremos: nos odiamos por ello. Sólo divago intentando introducirnos a una mujer sucia. Sólo pienso en ella como si fuera una bailarina. Yo, yo, yo... Ella tiene el tiempo entre las piernas y detrás de los ojos: abre las piernas, saca los ojos. Escribir poesía en pentagramas:
Cociente de coletos correctos cuerdos
Hay ciencias correctas, dolor de corazón,
y ciencias algo más complicadas.
Trapos a los que suele faltarles un diente
y que cantan canciones viejas al aire
como respondiendo la pregunta queda
de los atardeceres en una fuente seca.
Valeriana de espera en guitarra.
Agüita de saliva en labio
que cae sobre las notas lastimadas:
Qué lunas más pesado
de estatuas desmembradas y soles de merienda.
Me recuerda a las cuatro perdidas
de Noche, cuando me llega y me acuesta
haciendo de los quebrantos
una cuna de tres gramas.
El parpadeo poco
cuenta conmigo en estas calles
hasta que me encuentren
las olas que caen
como horas del cielo.
Caen desde abajo
como si fueran gente.
Con mis años mal cumplidos
fumo sobre mi cultura.
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Je, y como diría Rafael: y este corazón/que es un corazón/duele como si fueran dos. ¿No? Finalmente siempre hay una pregunta, una duda preciosa a la que llamamos poesía o música. Ritmo primigenio. Vida acompasada. Pero siempre en compañía, medio morirse estando solo no tiene mucha gracia. Tengo parcial mañana, qué cosa más terrible.
Dd.